Figurita repetida.

sábado

La postal en sí es una cagada… El elefante amarillo que supo ser un cine y hoy mata su destino en un popurrí.com, acompañado de dos carnicerías a los wines y un kía que vende los colchones más caros de todo el oeste. El tono va de pálido a un color que me acordaba cómo se llamaba, pero que hoy es una laguna en mi meoria. Pero siempre dentro del mismo amarillo. Llega más o menos hasta mitad de cuadra y en lo que su esplendor tuvo, supo albergar tres salas de proyección, una en cada piso (hoy depósitos de ratas), y la marquesina de los grandes títulos hoy es cuchita para las palomas que buscan safarle a las gotas gigantes.
El árbol de enfrente que parece un nido de chalas listas a ser fumadas (ya hablé de él alguna vez), y el compendio de propiedades horizontales que se abren camino hasta la otra calle completan parte de los cien metros de pasillos donde a veces uno puede chusmear las boludeces de los vecinos que no conoce, ni va a conocer.
A mis pies, una ventana que reemplaza a una pared tapiada a la mitad de su verticalidad con un piso que sobresale como un balcón que no es, ni fue, ni será. Sino que sirve como… bueno, no sé bien para qué sirve. Pero todos en el edificio aportamos a dejarle alguna porquería (yo, un viejo aire acondicionado de unos ochenta kilos). Su piso es verde, agrietado, y lleno de ese material que tienen las terrazas de mediados de los setenta.

Más lejos, más árboles. En este barrio son así. Te copan la parada incluso cuando no querés. Están hace más tiempo, así que tienen su derecho. Igual dejan asomar algunas luces rojas, balizas, que avisan que el paraíso está más arriba, pasando las nubes.


Sentado en mi cuarto, un nene de cinco años, tira de la botamanga de mi pantalón y mientras mira la tormenta me dice que le gusta cuando el cielo le saca fotos a la tierra.

Hablame con los ojos.

Dice que le pintaba como una de esas jornadas completamente improductivas. Que ni sus manos arrugadas por el cansancio mental iban a permitirle pasarla aunque sea un poco mejor, escondido en pequeños instantes de diversión jugando a poner incómodo a quienes lo rodean.

Sabe que se ríe de sí mismo cuando piensa en tercera persona, ensayando palabras futuras. Y sabe que llorar da sueño.

El dolor aun le huele a montaña… Toda esa pura piedra raspada por los años. Engrutada. Donde miró el primer cielo de siete colores (en un par de ojos ajenos). Y donde tuvo el primer deseo espiral-hacia-fuera (en los mismos ojos ajenos).

Ahora habla de empezar a hablar menos. Mira cómo mirarse mejor. Escucha cómo lo oyen cantar en voz baja La canción de la lluvia.