Celos.

sábado

La polilla no para de viajarme. Se me sube en los pies y ni se le ocurre llegar a la cabeza argumentando dos razones: que es un viaje demasiado largo, y que ya no hay lugar ahí.

Ya están gastados los oídos como para escuchar la voz de mi cerebro que me grita historias que contar, y motivos por entender. Así puedo sentarme una vez más.

Alguien una vez habló de las ‘últimas miradas’, y entendí de qué halaba. Sobre todo cuando explicaba la posibilidad de que se vuelvan tan cotidianas, que siempre se muestren como finales y definitivas. Aunque peores son las miradas que entienden el fracaso. Esas que observan expresando la condolencia de la derrota. Generalmente vienen acompañadas de silencios y un gesto con la boca, que nunca pude verbalizar para describir.
Suelen mirar e irse. Y cuando uno da la espalda y empieza a caminar, vuelven donde estaban. Para que no regresen los ojos.

Las primeras peleas son las peores. Porque no son dichas. Se callan. Duelen. Mueren. Cada par de su lado leyéndose la mente a distancia en el juego de poderes y deseares que empieza con una sonrisa, y cuando termina está el portazo. Por no entender. O no expresar. El mal olor. Y después el ‘cómo decir nada con tal montón de palabras’, en un sinsentido. De malsoñar. Que aunque habla, no escucha.

Es el porqué de los bostezos. El esperar a que el aparato suene. Fastidiarse y salir a caminar. Los celos a estar solos.
Quizás acostándome reviva mis ideas y pueda enebrar lo que estoy buscando. Algo más que palabras.