Buenos Aires, histeria.

miércoles

Que la métrica no conforma. Que la rima es asonante. Que las quejas son constantes. Que si escribo es porque le duele. Que si le leo en voz alta, alardeo. Que si le corrijo a algún gil sus palabras zosas, soy un ciruela. Que si me callo, que no le digo (cuando le hago).

El árbol de enfrente de mi ventana parece un gran helecho de chalas meneándose al viento. Y no es alucinación. Hay tres meniques guardados. Y justo el viento merma, y la mecha de mi flahsfoward se prende un poco más, como para la última seca.

Que los recuerdos no mienten. Que los presentes lo hicieron. Que las ausencias siempre vuelven. Que su nombre no es sólo el nombre (sino el estado de ánimo). Que cómo hago para escribir con los ojos cerrados. Que para dónde voy cuando no miro al cruzar la calle. Que por qué paso por la vereda de su puerta acompañado. Que si su epitafio tiene mi firma. Que si le lloro las flores (al pie del pozo vacío).

Tengo un libro abandonado hace dos meses que me cruzo en todas las vidrieras. Me llama para que lo termine de una vez, haga borrón y cuenta nueva y así quebrar otro lomo de las ediciones de bolsillo que sólo entran en el morral.

Se hizo tarde. Me fui.

Cuento del tío III

lunes

Pasado el susto con el viejo volvíamos en el auto para casa. En teoría no había nada más grave que una pila de años en unos pulmones llenos de asma que colapsaron un ratito para hacernos acordar que todavía estamos vivos. Por eso, el tío sacó una historia con la muerte.

Estábamos en Brasil con el Gordo cuando decidimos salir a buscar un lugar donde parar. Nacional jugaba esa semana, pero como estábamos de licencia nos fuimos tres días antes del partido, y pensábamos volver dos días después. Así que entramos a caminar y caminar paralelo a la playa, y siguiendo a unas minas nos metimos en una de las calles interiores, donde nos topamos con varios carteles luminosos que indicaban que era zona de hoteles para viajantes.
En uno de ellos, la que para nosotros era ‘la vereda de enfrente’, había algo que no sabíamos si era un garoto o una garota. Mucha espalda, mucha altura, gemelos como si hubiese sido el centrojás del Flamengo en algún momento de su vida… Así que con nuestra homofobia al hombro, entramos al que estaba justo en frente. De mostrador, había una que había sido barra de bar de mala muerte, con una que podría haber sido la (mala) moza de ese bar de mala muerte: la No Muchacha de Ipanema.
Cuando preguntamos por una habitación compartida, nos miró medio con asco, medio con risa y nos dijo en portuñol – habiéndonos visto la cara de uruguayos – que esperáramos ahí sentados, que iría a buscar al encargado. Y era el grandote de enfrente. Confirmamos que era Él cuando se acercó a saludarnos efusivamente. Yo seguía incómodo, pero el Gordo parecía haber entrado en su salsa, sobre todo cuando le manoseó una teta al descaro que nos había antendido antes.
La cuestión es que empezamos a preguntar precios, y todo era barato. Nos dimos un banquete de desayuno y los mejores tratos de Rozinho que nos dio su mejor habitación, y nos despedía desde la recepción cada vez que salíamos para hacer algo. La noche anterior al partido, queríamos ver bien cómo era la noche, así que le pedimos recomendación. El Gordo esbozó un portugués bastante malo, pero se entendió bien con El encargado.
Nos mandó a un baile y dijo que iba a reservarnos la mejor mesa de todas. Así que ansiosos salimos para ahí nomás… Estaba lleno de negras preciosas. Una más grandota que la otra, y las que no, con toda la pinta de maniobrables. Pero la mesa era una mierda. Estábamos al fondo de todo, y nos miraban con cara de culo todos los chulos que andaban por ahí. Lo único decente era que a nombre de Rozinho teníamos algunas cervezas de regalo.
Surgió el baile, pasó el rato, y cuando estábamos por irnos, vino el intervalo. Y con él, todas las mininas para nuestra mesa. ¡Claro! Estábamos al lado del baño y con bebida gratis… No nos alcanzaban las manos. Las diecisiete horas de viaje habían valido la pena, el gusto horrible de la cerveza de Porto Alegre también… Pero la vuelta con la derrota iba a ser mortal.

El Gordo se cansó de tanto coger. Estuvo cuatro de las seis noches a puro metayponga. Para cuando estábamos ya en Uruguay, a él le confirmaron que iba a estudiar en Montevideo, y a mí que se me había acabado la joda. Era hora de laburar, y sin que me diera cuenta, también de andar noviando casi que en serio. Y para cuando el Gordo quería salir, yo no podía, y cuando estábamos por ir al estadio, algo siempre me surgía. Así un tiempo. Empezó a irle mal en el estudio, con las minas… Y una tarde se colgó.


Todos en la mesa enmudecimos. Mi papá descansaba en su cuarto después de la casi semana de internación, así que nunca supo cómo terminó ese amigo de su hermano, del que nunca había escuchado hablar, hasta ahora.

Si me lo dijo el Doctor...

domingo

En el año 1755 Vincent St. Luisse encontró por accidente en el tarro de basura que estaba en la vereda de su casa una pequeña bolsa repleta de diamantes.
El hombre trató de averiguar sin éxito cómo habían llegado hasta ahí, obviamente, sin preguntar a nadie. Aunque esa misma noche, un Buda se le presentó en un sueño y le rebeló que aquello había sido un regalo suyo y que le serviría para llevar a cabo una labor que cambiaría la historia.

Lo curioso, además de encontrarse con diamantes en la basura es que el tipo recibió un mensaje de Buda siendo Católico Metodista. Esto se lo contó a sus más íntimos que lo miraron de reojo y con una ceja levantada. Y algunos de ellos hasta le perdieron el respeto. Hoy habríamos pensado seguro que habría problemas en el cablerío telefónico celestial...

St. Luisse, que en su juventud había estudiado algo de química, decidió invertir sus diamantes y colocar un pequeño laboratorio para fabricar polvos aromatizados, muy de moda en la época. Pero durante los primeros tiempos no obtuvo grandes dividendos.

En el año 1770, St. Luisse encargó a unos exportadores un cargamento de madreselvas peruanas, una especie común de flores sudamericanas.
El encargo sufrió un error de envío y en lugar de madreselvas le llegó otra planta. Pero como St. Luisse no conocía las madreselvas peruanas, elaboró el producto sin saber que usaba era otro tipo de ingrediente.

El 20 de agosto de 1770, accidentalmente, buscando extraer lo que luego conoceríamos como 'alcaloides' St. Luisse inventaba un nuevo perfume en polvo para nariz que llamó Coke.
A partir de ese momento sus ventas se multiplicaron por 100. Se hizo millonario.

- Casi un siglo después, un barbudo medio bufarra escribiría Über Coca y la recetaría a los adictos a la morfina que visitaban su consultorio. -

En 1775 fue asesinado de un disparo en la frente.
Quien lo mató declaró durante un ataque de paranoia que cumplía con una labor divina encomendada por Jesús.

Prólogo.

jueves

Una de las imágenes más típicas y hasta estúpidas de los que escribimos tiene que ver con la descripción de cómo la cabeza dá vueltas y los pensamientos se vuelven confusos, inexactos, y paradójicamente inequívocos. Las mal llamadas ‘corazonadas’. Todo porque se siente venir de las entrañas, o de algún lugar muy adentro que parece bien lejano al ceso.

Hablar de lenguajes, metalenguajes, metayponga y todas esas boludeces sobre cómo el mareo se apodera de la sinapsis y contar cómo se morfa la mielina; hace que el hábito, la costumbre o el vicio de sentarme acá me repugne. Porque pasa que leo lo que escribí alguna vez y me doy asco. Aunque a veces me aplaudo de la repulsión que soy capaz de autogestionarme. Resulta realmente sorprendente.

Aunque otras veces pienso en el limbo. En el jardín y en las vidas que se acostaron a mi lado. Y todo vuelve a perder sentido. La patraña del mareo desaparece. Por más que el cerebro estalle y la frente queme, las imágenes estúpidas son lo único que se me ocurren.

Por ahí me siente a leer. O invente la letra de una canción metido adentro del ropero vacío que me mira como con la boca abierta, y con la gingivitis de la alfombra como lengua gigante que busca matar el hambre.

Una de las imágenes más típicas y hasta estúpidas de los que escribimos tiene que ver con la descripción de cómo la cabeza dá vueltas y los pensamientos se vuelven confusos, inexactos, y paradójicamente inequívocos…

Por todo este poco, me llamo al silencio.

Cuento del tío II

domingo

A Juan, compañero de habitación de papá, se le había hinchado el brazo por la intravenosa, y con uno de mis hermanos le conseguimos una bolsa de suero congelada para que le baje la inflamación. El tío, para que el loco se distraiga siguió…

Paró de llover y llevamos a las minas para la casa. Los cuatro sentados adelante y las dos valijas en la cajuela de la rastrojera. Así que llegaron, se cambiaron y salimos nomás… El Gordo empezó a hacer que la camioneta agarrara velocidad y piró para el lado de la ruta doce, camino de Carmen del Durazno. Y claro, por semejante tormenta no se veía nada más allá de los faroles y ese camino es todo de tierra. Ante la mirada de las gurisas, yo le preguntaba dónde íbamos, pero él soltaba un ‘no te preocupés flaco, no pasa nada’. Me regaló esa respuesta un par de veces, hasta que en el medio del campo frenó.
El sentido de ‘pregunta indecorosa’ nació de la mano de este loco que podría haber sido un aborto más, mientras miraba a la que tenía al lado: ‘¿vos con quién cogés, Con el flaco o conmigo?’. Las locas bajaron como cuete de la camioneta a las puteadas. Canarias ellas, eran mecha corta. Y aunque estaba todo bien, no les había gustado un carajo lo del Gordo… ‘cómo nos hablás así… así no se conquista una dama’ y todas esas boludeces… Al momento, la lluvia de nuevo. ‘Ta, el Gordo, picarón, ofreció transporte de regreso, pero la respuesta fue clara: ‘metete la camioneta en el culo gordo hijo de puta’. Casi a coro. Ahí entendí lo que era el sonido estéreo.


Casi llegando de regreso al pueblo, al Gordo le entró la culpa. Que si las agarraba un rayo, que mirara la tormenta, que si les pasaba algo… No hizo falta que le preguntara ‘y bueno, ¿vamos?’ para que el loco clavara los ganchos y pusiera de costado la chata, retomando y volviendo a toda velocidad… Sacamos de abajo del asiento uno de los faroles direccionales para buscar en la oscuridad y yendo despacito volvimos. Ante la falta de luz, y el haber ido sin referencias visuales y con la cabeza metida en la bragueta, no teníamos mucha idea de dónde las habíamos dejado tiradas a las pobres dos locas estas.
En uno de los tirones vemos dos figuras contra uno de los alambrados de púas del costado de la no-banquina. Todo camino de cardos y espinas. Hechas mierdas las gambas tenían. Cuando alumbro, una de ellas, chorreaba sangre debajo de la pollera levantada sobre las rodillas de los espinazos que no había esquivado.
El Gordo frenó y abrió la puerta para que suban. La biblia de puteadas siguió como la habíamos dejado hacía un rato atrás. No querían saber nada ni con el Gordo, ni con la camioneta, ni conmigo, que había abierto la boca sólo para decirles que suban así no se mojaban más, que nadie les iba a tocar un pelo. Pero parecía que cada palabra que yo decía, más engranadas las ponía. Así que lo miré al Gordo que como respuesta a mis ojos, en una medida desesperada se puso de rodillas en el barro pidiéndoles por favor que lo perdonaran, que subieran y qué se yo cuántas boludeces más que dijo el loco entonces. Pero ellas subieron.

Las locas nos decían que qué iban a hacer ahora, todas sucias, mojadas y con las patas rotas por los cardos y las espinas, así que el Gordo les propuso ir al almacén del padre para que busquen con qué curarse. Así que mientras el viaje ya había concluido en silencio y las gurisas inspeccionaban todo el almacén, el Gordo se soltó preparando una reggia picada con salchichón, queso cortado en cuadrados, entre otras delicias, preparó unas cervezas de su reserva, puso música, y ‘aquí no ha pasado nada, arrancamos la noche de cero’, me guiñó al oído.

En lugares como Durazno, los amoblados escasean. De hecho, en aquel entonces, había uno solo y a la entrada del pueblo, así que las minas no querían ir ahí nunca, porque se quemaban. Pero con los de la capital soltaban la rienda y hacían y se dejaban hacer a gusto. Y yo aprovechaba siempre, aunque a veces tenía que hacer peripecias para conseguir lugar, o terminaban gritándome ‘ocupado’ en medio de uno de los islotes a la noche.

Así que cuando el Gordo se puso a bailar con la mejor proporcionada de las dos, yo ya estaba contra un par de bolsas de harina y escuché de la boca de la que más había puteado al ‘Gordo violador’ el pensamiento ajeno en voz alta que me relajó el éxtasis y me eliminó el cerebro… ‘hay que ser puta’…

En el interín de toda la historia, el viejo se había dormido, pero como sabiendo que se venía el final del cuento abrió los ojos y se incorporó. Pero no sabía que todo iba a seguir… Los estudios, el pasearse en silla de ruedas por el sanatorio, y las historias del Gordo y el Tío.

Cuento del tío

jueves

Estábamos en la habitación, esperando que al viejo vengan a buscarlo para hacerle unos análisis. Mientras, escuchábamos…

Todos los veranos me iba para Durazno. Calculo que tendría unos veinte, o veintiún años. Allá me encontraba con el Gordo, que siempre se ponía chocho de la vida cuando me veía. Pasa que él fue el fruto de unos once abortos. Sí, así como lo oís. Once abortos tuvo la madre antes de parirlo al loco este. Por eso la vieja lo sobreprotegía. Imaginate que cada vez que el tipo salía a la esquina, la madre salía corriendo a la calle a ver que al nene no lo pisara el camión de las Cocas. Si a dios gracias una vez al día entraba uno de esos a la ciudad.

La cuestión es que cada verano, me tomaba el tren (que tardaba unas siete horas en hacer doscientos kilómetros) y preparaba el gallo para cacarear de lo lindo.

La familia del Gordo, estaba amasijada en plata. Tenían una tienda, tipo almacén, donde lo que te imagines había. Desde víveres y utencillos, hasta bolsas de portland, pico y palas. Y cómo tenían tanta guita, y yo era mitad sorete mitad rata, dejaba que el Gordo me bancara algunos gastos. Es más, el loco me daba una motocicleta para que yo ande a gusto cada vez que no saliera con él, y para que quede como un bacán delante de algún fatto que consiguiera durante la estadía.

Cada vez que yo llegaba y el loco iba a recibirme, nos íbamos con su rastrojera para la plaza a comer empanadas. Pero claro, el tren salía de Montevideo siempre a eso de las dos de la tarde, así que hacé la cuenta… Porque la morena que hacía las empanadas en la plaza, arrancaba más o menos a esa hora a hacerlas con masa de torta frita, y como eran una delicia, salían como cuete y para cuando estábamos buscándola en la plaza, le quedarían unas pocas nomás. Ni pedirlas calientes, porque ya era mucho. Así que nos satisfacíamos la entrada con eso. De ahí nos íbamos al bar Nacional para comer unas pizzas o un asado, lo que le pintara al Gordo. Capaz que el loco pedía las dos cosas y ahí le prendíamos cartucho… Y el último verano que pasé ahí, mientras comíamos, se largó una tormenta torrencial, y vemos entrar a dos gurisitas lindas, todas mojadas con varias valijas. ¿Qué mierda? El loco empezó a meter careta con las dos para que se sienten con nosotros. Porque el Gordo tenía más chamuyo que cualquier porteño, y además, todo el mundo lo conocía en Durazno. Así que se sentaron nomás con nosotros. Ahí las invitamos a que comieran con nosotros y cuando parara de llover, el Gordo les dijo que las alcanzaba hasta la casa de ellas, que sería a unas diez cuadras, y que dejaran las valijas, así salíamos los cuatro. Ellas agarraron viaje...

Strange times.

viernes

‘Alguna vez la oferta le superó la demanda. Hoy están a la par.’

Es un gato que cuando menea el culo, no es de enojo, sino de regocijo. Como los perros. Ronronea cuando una de sus feligresas maullantes le anda cerca, y busca estremecer su espina dorsal como cuando se frota con la pata de una mesa… Y aunque tiene la visión nocturna clavada en unas orejas en especial, se relame la comisura del hocico cuando se encuentra con la minina del otro curte. Que cuando quiere lo rodea, le huele el balanceado y le toma el agua, hace gargaritas y guiña el ojo brillando en la oscuridad.
Gata de la otra vereda que se hace la boluda para no cagarse a arañones con la castrada de su esquina.
Como la que trepa las paredes de la casa de donde para a morfar, cagar y dormir. Él no lo sabe, pero es la misma que a la mañana es mimosona, lo acompaña a matar palomas, y le hace la segunda cuando se mata con algún michifús que le quiere copar la parada. Y que de noche, a pesar de la escalada en los ladrillos para poder verlo, le esconde la cola o la saca para poner distancia y pela alguna garra…

Cuando me siento a fumar algo mientras espero el bondi alguna noche, siempre los veo. Pareciera que a los gatos del barrio les pasa lo mismo que a nosotros. Aunque dándome el gusto de narrador, voy a decir que el gato se queda con las orejitas que cambian según la mañana o la noche, y que le hacen brotar ronquidos de comodidad, aunque alguna uña le marque el orgullo.