Cuento del tío

jueves

Estábamos en la habitación, esperando que al viejo vengan a buscarlo para hacerle unos análisis. Mientras, escuchábamos…

Todos los veranos me iba para Durazno. Calculo que tendría unos veinte, o veintiún años. Allá me encontraba con el Gordo, que siempre se ponía chocho de la vida cuando me veía. Pasa que él fue el fruto de unos once abortos. Sí, así como lo oís. Once abortos tuvo la madre antes de parirlo al loco este. Por eso la vieja lo sobreprotegía. Imaginate que cada vez que el tipo salía a la esquina, la madre salía corriendo a la calle a ver que al nene no lo pisara el camión de las Cocas. Si a dios gracias una vez al día entraba uno de esos a la ciudad.

La cuestión es que cada verano, me tomaba el tren (que tardaba unas siete horas en hacer doscientos kilómetros) y preparaba el gallo para cacarear de lo lindo.

La familia del Gordo, estaba amasijada en plata. Tenían una tienda, tipo almacén, donde lo que te imagines había. Desde víveres y utencillos, hasta bolsas de portland, pico y palas. Y cómo tenían tanta guita, y yo era mitad sorete mitad rata, dejaba que el Gordo me bancara algunos gastos. Es más, el loco me daba una motocicleta para que yo ande a gusto cada vez que no saliera con él, y para que quede como un bacán delante de algún fatto que consiguiera durante la estadía.

Cada vez que yo llegaba y el loco iba a recibirme, nos íbamos con su rastrojera para la plaza a comer empanadas. Pero claro, el tren salía de Montevideo siempre a eso de las dos de la tarde, así que hacé la cuenta… Porque la morena que hacía las empanadas en la plaza, arrancaba más o menos a esa hora a hacerlas con masa de torta frita, y como eran una delicia, salían como cuete y para cuando estábamos buscándola en la plaza, le quedarían unas pocas nomás. Ni pedirlas calientes, porque ya era mucho. Así que nos satisfacíamos la entrada con eso. De ahí nos íbamos al bar Nacional para comer unas pizzas o un asado, lo que le pintara al Gordo. Capaz que el loco pedía las dos cosas y ahí le prendíamos cartucho… Y el último verano que pasé ahí, mientras comíamos, se largó una tormenta torrencial, y vemos entrar a dos gurisitas lindas, todas mojadas con varias valijas. ¿Qué mierda? El loco empezó a meter careta con las dos para que se sienten con nosotros. Porque el Gordo tenía más chamuyo que cualquier porteño, y además, todo el mundo lo conocía en Durazno. Así que se sentaron nomás con nosotros. Ahí las invitamos a que comieran con nosotros y cuando parara de llover, el Gordo les dijo que las alcanzaba hasta la casa de ellas, que sería a unas diez cuadras, y que dejaran las valijas, así salíamos los cuatro. Ellas agarraron viaje...