Cuento del tío II

domingo

A Juan, compañero de habitación de papá, se le había hinchado el brazo por la intravenosa, y con uno de mis hermanos le conseguimos una bolsa de suero congelada para que le baje la inflamación. El tío, para que el loco se distraiga siguió…

Paró de llover y llevamos a las minas para la casa. Los cuatro sentados adelante y las dos valijas en la cajuela de la rastrojera. Así que llegaron, se cambiaron y salimos nomás… El Gordo empezó a hacer que la camioneta agarrara velocidad y piró para el lado de la ruta doce, camino de Carmen del Durazno. Y claro, por semejante tormenta no se veía nada más allá de los faroles y ese camino es todo de tierra. Ante la mirada de las gurisas, yo le preguntaba dónde íbamos, pero él soltaba un ‘no te preocupés flaco, no pasa nada’. Me regaló esa respuesta un par de veces, hasta que en el medio del campo frenó.
El sentido de ‘pregunta indecorosa’ nació de la mano de este loco que podría haber sido un aborto más, mientras miraba a la que tenía al lado: ‘¿vos con quién cogés, Con el flaco o conmigo?’. Las locas bajaron como cuete de la camioneta a las puteadas. Canarias ellas, eran mecha corta. Y aunque estaba todo bien, no les había gustado un carajo lo del Gordo… ‘cómo nos hablás así… así no se conquista una dama’ y todas esas boludeces… Al momento, la lluvia de nuevo. ‘Ta, el Gordo, picarón, ofreció transporte de regreso, pero la respuesta fue clara: ‘metete la camioneta en el culo gordo hijo de puta’. Casi a coro. Ahí entendí lo que era el sonido estéreo.


Casi llegando de regreso al pueblo, al Gordo le entró la culpa. Que si las agarraba un rayo, que mirara la tormenta, que si les pasaba algo… No hizo falta que le preguntara ‘y bueno, ¿vamos?’ para que el loco clavara los ganchos y pusiera de costado la chata, retomando y volviendo a toda velocidad… Sacamos de abajo del asiento uno de los faroles direccionales para buscar en la oscuridad y yendo despacito volvimos. Ante la falta de luz, y el haber ido sin referencias visuales y con la cabeza metida en la bragueta, no teníamos mucha idea de dónde las habíamos dejado tiradas a las pobres dos locas estas.
En uno de los tirones vemos dos figuras contra uno de los alambrados de púas del costado de la no-banquina. Todo camino de cardos y espinas. Hechas mierdas las gambas tenían. Cuando alumbro, una de ellas, chorreaba sangre debajo de la pollera levantada sobre las rodillas de los espinazos que no había esquivado.
El Gordo frenó y abrió la puerta para que suban. La biblia de puteadas siguió como la habíamos dejado hacía un rato atrás. No querían saber nada ni con el Gordo, ni con la camioneta, ni conmigo, que había abierto la boca sólo para decirles que suban así no se mojaban más, que nadie les iba a tocar un pelo. Pero parecía que cada palabra que yo decía, más engranadas las ponía. Así que lo miré al Gordo que como respuesta a mis ojos, en una medida desesperada se puso de rodillas en el barro pidiéndoles por favor que lo perdonaran, que subieran y qué se yo cuántas boludeces más que dijo el loco entonces. Pero ellas subieron.

Las locas nos decían que qué iban a hacer ahora, todas sucias, mojadas y con las patas rotas por los cardos y las espinas, así que el Gordo les propuso ir al almacén del padre para que busquen con qué curarse. Así que mientras el viaje ya había concluido en silencio y las gurisas inspeccionaban todo el almacén, el Gordo se soltó preparando una reggia picada con salchichón, queso cortado en cuadrados, entre otras delicias, preparó unas cervezas de su reserva, puso música, y ‘aquí no ha pasado nada, arrancamos la noche de cero’, me guiñó al oído.

En lugares como Durazno, los amoblados escasean. De hecho, en aquel entonces, había uno solo y a la entrada del pueblo, así que las minas no querían ir ahí nunca, porque se quemaban. Pero con los de la capital soltaban la rienda y hacían y se dejaban hacer a gusto. Y yo aprovechaba siempre, aunque a veces tenía que hacer peripecias para conseguir lugar, o terminaban gritándome ‘ocupado’ en medio de uno de los islotes a la noche.

Así que cuando el Gordo se puso a bailar con la mejor proporcionada de las dos, yo ya estaba contra un par de bolsas de harina y escuché de la boca de la que más había puteado al ‘Gordo violador’ el pensamiento ajeno en voz alta que me relajó el éxtasis y me eliminó el cerebro… ‘hay que ser puta’…

En el interín de toda la historia, el viejo se había dormido, pero como sabiendo que se venía el final del cuento abrió los ojos y se incorporó. Pero no sabía que todo iba a seguir… Los estudios, el pasearse en silla de ruedas por el sanatorio, y las historias del Gordo y el Tío.