Cuento del tío III

lunes

Pasado el susto con el viejo volvíamos en el auto para casa. En teoría no había nada más grave que una pila de años en unos pulmones llenos de asma que colapsaron un ratito para hacernos acordar que todavía estamos vivos. Por eso, el tío sacó una historia con la muerte.

Estábamos en Brasil con el Gordo cuando decidimos salir a buscar un lugar donde parar. Nacional jugaba esa semana, pero como estábamos de licencia nos fuimos tres días antes del partido, y pensábamos volver dos días después. Así que entramos a caminar y caminar paralelo a la playa, y siguiendo a unas minas nos metimos en una de las calles interiores, donde nos topamos con varios carteles luminosos que indicaban que era zona de hoteles para viajantes.
En uno de ellos, la que para nosotros era ‘la vereda de enfrente’, había algo que no sabíamos si era un garoto o una garota. Mucha espalda, mucha altura, gemelos como si hubiese sido el centrojás del Flamengo en algún momento de su vida… Así que con nuestra homofobia al hombro, entramos al que estaba justo en frente. De mostrador, había una que había sido barra de bar de mala muerte, con una que podría haber sido la (mala) moza de ese bar de mala muerte: la No Muchacha de Ipanema.
Cuando preguntamos por una habitación compartida, nos miró medio con asco, medio con risa y nos dijo en portuñol – habiéndonos visto la cara de uruguayos – que esperáramos ahí sentados, que iría a buscar al encargado. Y era el grandote de enfrente. Confirmamos que era Él cuando se acercó a saludarnos efusivamente. Yo seguía incómodo, pero el Gordo parecía haber entrado en su salsa, sobre todo cuando le manoseó una teta al descaro que nos había antendido antes.
La cuestión es que empezamos a preguntar precios, y todo era barato. Nos dimos un banquete de desayuno y los mejores tratos de Rozinho que nos dio su mejor habitación, y nos despedía desde la recepción cada vez que salíamos para hacer algo. La noche anterior al partido, queríamos ver bien cómo era la noche, así que le pedimos recomendación. El Gordo esbozó un portugués bastante malo, pero se entendió bien con El encargado.
Nos mandó a un baile y dijo que iba a reservarnos la mejor mesa de todas. Así que ansiosos salimos para ahí nomás… Estaba lleno de negras preciosas. Una más grandota que la otra, y las que no, con toda la pinta de maniobrables. Pero la mesa era una mierda. Estábamos al fondo de todo, y nos miraban con cara de culo todos los chulos que andaban por ahí. Lo único decente era que a nombre de Rozinho teníamos algunas cervezas de regalo.
Surgió el baile, pasó el rato, y cuando estábamos por irnos, vino el intervalo. Y con él, todas las mininas para nuestra mesa. ¡Claro! Estábamos al lado del baño y con bebida gratis… No nos alcanzaban las manos. Las diecisiete horas de viaje habían valido la pena, el gusto horrible de la cerveza de Porto Alegre también… Pero la vuelta con la derrota iba a ser mortal.

El Gordo se cansó de tanto coger. Estuvo cuatro de las seis noches a puro metayponga. Para cuando estábamos ya en Uruguay, a él le confirmaron que iba a estudiar en Montevideo, y a mí que se me había acabado la joda. Era hora de laburar, y sin que me diera cuenta, también de andar noviando casi que en serio. Y para cuando el Gordo quería salir, yo no podía, y cuando estábamos por ir al estadio, algo siempre me surgía. Así un tiempo. Empezó a irle mal en el estudio, con las minas… Y una tarde se colgó.


Todos en la mesa enmudecimos. Mi papá descansaba en su cuarto después de la casi semana de internación, así que nunca supo cómo terminó ese amigo de su hermano, del que nunca había escuchado hablar, hasta ahora.