Inmediatamente me levanté y fui al baño. Meé de parado, como un hombre… - Cada vez que me siento un nene trato de hacer algo que me recuerde la edad que tengo.- Miré de perfil en la mampara y ví que el pelo atado no me queda bien, y menos usar cinturón en un pantalón que de todas formas va a caerse. Entendí que pensar en voz alta era síntoma de vulnerabilidad, sacudí, guardé y volví a mi asiento.
Había una cerveza de hacía unos días en el piso. Y fue lo peor que me metí en la boca. Pero vino bien con el momento. Un sorbo no bastó, así que al tercero traté de liquidar la cuestión, como quien busca que su tiro sea el de gracia.
Fui dejando huellas blancas talle 45½ a lo largo de la alfombra roja, que terminaron haciendo una figura casi psicodélica parecida a un círculo (después me dirían que eso era un ‘mandala’).
Había escuchado que la tierra se rompía un poco. Y aunque la tormenta acompañaba con su show de luces, nada tenía que ver con el ruido de mi cabeza. Lo mío era terror. Con una sensación en el estómago parecida a la arcada, pero cargada de miedo-grueso-calibre. No entendía cómo llevar adelante las cosas si no era con colmos de intensidad, y un vértigo parecido al apuro porque no pase el tiempo. Porque si se paran los relojes es que la maqunaria no anda más. El paso de las horas es parte del curso normal del universo.
Escucho esa frase y salgo a la ventana gritando que me cago en lo que Morrisey piense del amor y los antibióticos. La lluvia sigue cayendo y un par de extraños miran para arriba desde la vereda de enfrente viéndome trepar al cuadro de la persiana y sentarme de perfil a ellos, aún con la botella en la mano. Hacen un gesto, y siguen su camino. Me quedo mirándolos irse y bajo hasta el no-balcón de la galería, en patas, sin remera y mojándome. El imán me tira, y reacciono antes de caer... Cuando los atropella el 86.