Año nuevo en las trincheras.

lunes

En la fiesta de la casa donde me estaba quedando, la cerveza empezó a rodar temprano. Era indiscutible que había tres grandes bebedores en la mesa, y que dos de ellos se sacaban los ojos por demostrar cuál de los dos hígados estaba recubierto con mejor titanio.
Yo los miraba, entre alegrón, y atónito. No podía entender cómo, entradas las seis de la tarde, ya faltaba un cuarto del barril que había sido llenado de botellas y rolos de hielo. Me resultaba inexplicable.
Por supuesto constantemente me invitaban a seguirles el paso, pero mi ritmo era personal, y casi que estaba considerado por algunos amigos, como un toque de distinción. Como toda fama, inmerecida. No era de mamarme.

La noche entró, la comida pasó, y la bebida para acompañar y bajar, siguió siendo de color madera. Con más o menos malta, con mayor o menor graduación alcohólica.

The bailongo started conmigo un poco jocoso. Vecinos de todos los wines llegaron y en la sala éramos cada vez más. Apretados y con calor, todo fluyó y me dispuse a programar un set de alrededor de una hora y media perfectamente programado. Algunos se sorprendieron porque eso no me llevó más de cinco minutos en la notebook. Yo también me asombré. Los efectos etílicos me hacían mejor pasadiscos de lo que yo pensaba.
Así que bailé mi propia música, y gocé mis propios pasos. Ya que todos me los elogiaban, decidí disfrutarlos y seguir el swing con una botella en la mano.
Me puse efusivo, elocuente y cariñoso. De la siguiente hora no me acuerdo nada.

Sé que, transpirado y gritón, me tomé un taxi después de la una, y con el canario que manejaba compartimos uno de los que me traje de Buenos Aires. Decía que, al no haber policía en la calle, hacía lo que quería, y que me sentara adelante con él. Total, tenía buena muñeca y podía zafarnos de cualquier choque. Era un auto nuevo y tenía doble airbag. Todo un orgullo.

Llegamos a, lo que para mí siempre va a ser, Buceo. Me cobró la mitad, por ser generoso.

Bajé aullándole al flaco que nos fuéramos. Él estaba apurado y un poco de mal humor. Yo entendía poco y nada. Pero la memoria sólo se desconecta en situaciones realmente embarazosas. Por lo que todo el resto, no me dio la más mínima vergüenza, ya que evidentemente recuerdo todo…

Nos fuimos a pie por la rambla hasta un departamentito humilde y muy lindo de cara a la playa, donde nos esperaban un par de amigos suyos. A una de ellas la había conocido comprando un par de botellas a la vuelta de su casa. A otra yendo a un tugurio lamentable. No me habían caído bien ni ella con su cara de bataraza, ni el lugar…

Una costumbre que me llama mucho la atención, por espanto y no por asombro, es la facilidad de los canaritos para armar. Fumar tabaco puro les dá la práctica con el papel, pero la cagan haciendo combinados. No tienen gusto ni a una cosa ni a otra. Pero los defienden ultranza.
La cosa es que me ofrecieron, pero no fumé. Me callé el mío anterior, pero no el comentario de lo mersa que era la mezcla. Algo que calló mal, obvio. Pero queda claro que no me importó.

Lo siguiente fue ver Led Zeppelin III, original, primera edición. Impecable. El dueño de casa vio mi brazo tatuado y de inmediato me sintió como un par. Me ofreció verlo y descubrir las curiosidades de un vinilo que jamás había visto en tan buen estado. Recuerdo que se me cayó y el aire se congeló. No pasó nada igual. Mi estado explicaba cualquier falta de reflejos.

Trataba de reincorporarme, pero no podía. Iba al baño y me quedaba ahí esperando o a vomitar, o a cagar. Pero era inútil. Terminé sentado en el balcón con un vaso lleno en la mano, y los ojos cerrados. Parecía que meditaba, o creo que eso dije. El viento me movía, y todos me miraban. Cuando yo les devolvía la vista, me concentraba en el escote de la dueña de casa. Y en sus ojos claros.

Después algo pasó en el baño. No sé si con ampliobusto, o con la otra, cara de pollo. Pero venía de no tener recuerdos de una de las casas, y me sabría ir sin memorias del departamentito... Así que todo estaba bien.

El camino de regreso fue interrumpido. El malhumor del flaco y mis amagues de largar o no el chivo, hacían que cada cincuenta metros tuviéramos que detenernos. No salió nada. Y moría de sueño.
Cuando volvíamos el febo asomaba. La postal era estupenda porque había tormenta y los rayos se peleaban con el sol para ver quién dominaba los cielos. Fue un combate duro, pero durante toda la mañana llovió.