Martinis y tafiroles.

sábado

Quiso correr algunos riesgos. No pudo.
Buscar en la miseria algunas reliquias para una feria americana hubiera sido un buen negocio, pero todavía no consigue hacer tratos favorables con el camión de la basura.

Lleno sus manos de crema cautiva, una vez más, pero no fue satisfactorio. Por eso se planta en mis ojos, y así se queda un buen rato. No tiene nada más que hacer. Pregunta algunos precios, pero sabe que sale perdiendo si sigue averiguando. Todo gira en torno a lo mismo. No sabe contar cuentos, sólo dar vueltas con un poco de pudor.
Pero quiere que el tiempo cambie, que salte las horas para contar el pasado…

‘Tenés veinte minutos, no más’.- Dijo desde abajo, sin levantar más que el ojo y la ceja. Siempre lo mismo. Avisar a destiempo. También me ordenó que lo lleve al sol, que olvide todas las excentricidades y distracciones. Que deje de lado todo lo que sea para-normal(es), y me concentre…
‘¡No digas nada más! No quiero explicaciones básicas. Exprimí mi cerebro, y vas a tener todo lo que quieras’.

El sadismo nunca fue una de mis virtudes. Pero todo lo que me pedía era un capítulo más. No podía negarme. Hubiera sido bastante estúpido de mi parte.

Se puso de pie y, con un gesto que acababa con su mano en el mentón, caminó alrededor de unas tres horas. Él sin decir una palabra, y yo sin saber cómo reaccionar. No entendía mi papel: si jugaba de factótum, o de conciencia activa.
Se había olvidado de los veinte minutos, y de cómo escapar del disco de amor que había fabricado como creps. Con el mundo ahí nomás… Llegado el punto, ninguno de los dos podía parar de bostezar.

- Entre nos, creo que ambos nos preguntábamos qué estábamos haciendo, mirándonos, sin encontrar una pregunta que respondiera los instantes donde los ojos se cruzaban con más desconcierto nitidez. -

Para cuando comenzó el parloteo, ya habíamos olvidado todas las apreciaciones mundanas, pero realistas, que durante mucho tiempo venían acumuladas. Así que tan cruel como sus ambiciones, el griterío fue imparable. No parecía dictar, sino DICTAR. De su mente sólo podía extraer palabras de facto…

A modo de bonus track, me pidió que describiera cómo la habitación era levemente invadida por algunos rayos que se colaban entre las hendijas de la persiana y dejaban ver la cantidad de células muertas que flotan en el aire cada vez que la luz se atreve a entrar sin que la llamen. Que esos muebles portadores de vicios seguían inmóviles más allá de sus propias intenciones de escapar del estridente sonido de la armónica que Usher entona como si tuviera en sus manos una Les Paul. Y que concluyera explicando que cada nota mal tocada es un intento por demostrarse los errores que lo hacen crecer, aunque ya no entren velas en su torta.

La caída de R.Usher, III