Sobre las hojas.

viernes

Aunque no caían, estaban. Y cuando caían, hechas montón, una nena de cinco años saltaba sobre ellas. La madre puso en sus pies unas botas de lluvia previniendo la tormenta, y un gorrito con forma de paraguas que no se condecía con la remera que la nena tenía, ya que se había quitado la campera.

Lo que le atraía de ellas era la crocancia del sonar. El pequeño tronido individual que orquestaba operetas colectivas, le llenaba los ojos de lágrimas a las dos. Nunca supe porqué.

Antes, las veía pasar todos los días mirando hacia la copa de los árboles. Estudiaban el color de las hojas. Si estaban, o no, prontas a caerse. Y fue entrado el otoño que lo hicieron. El humo que nos tapó, fue el que ayudó al marchite.
Luego, el tiempo hizo lo suyo.

Su mejor aliado fue siempre el tipo que pasaba con la sopladora. Armaba los montones y los dejaba acomodados por un rato. Ella venía, jugaba, y se iba dándole las gracias con una sonrisa bien grande.
Él se acercaba, siempre arqueando la espalda como señal de cansancio y de años, devolvía el gesto con los ojos, cazaba el rastrillo y las metía en las bolsas.

Misión cumplida: la enana contenta, y la plaza limpia.